lunes, 9 de agosto de 2010

Siddhartha

Siddartha siguió meditando mientras avanzaba lentamente. Ya no era un joven, constató, sino que se había convertido en un hombre. Constató asimismo que algo se había despredido de él, como la piel vieja se desprende de las serpientes; que algo ya no existía más en él, algo que lo había acompañado toda su juventud, formando parte de su ser: el deseo de tener maestros y escuchar sus enseñanzas. Se había visto obligado a abandonar al último maestro que encontraba en su camino, al más grande y sabio de los maestros, al más sagrado: Buda.Sí, se había separado de él, no había podido aceptar su doctrina.

Sumido en sus meditaciones, Siddhartha aminoró aún más el paso y se preguntó: "¿Qué hubieras querido aprender realmente con ayuda de doctrinas y maestros? ¿Y qué es lo que ellos no han podido enseñarte, pese a todo lo que te han transmitido?" Y encontró esta respuesta: "Era el Yo, cuyo sentido y esencía deseaba conocer. Era el Yo, del que anhelaba desprenderme y al que pretendía aniquilar. Más no podía aniquilarlo; sólo lograba engañarlo, rehuirlo, esconderme de él. La verdad es que nada en el mundo ha ocupado tanto mis pensamientos como este Yo mío, este enigma que supone estar vivo y ser una persona separada de todas las otras, aislada: el hecho de ser Siddhartha. Y, sin embargo, ¡nada hay en el mundo que conozca menos que a mí mismo, a Siddhartha!"

Y el lento y pensativo caminante se detuvo de pronto, dominado por esta última idea. Y de ella brotó al punto otra nueva: "El que nada sepa de mí, el que Siddhartha me haya parecido siempre tan extraño y desconocido, proviene de una sola causa: ¡el miedo a mí mismo, la huida ante mi propio ser! He buscado el Atman y a Brahma. Me hallaba dispuesto a fragmentar mi Yo y a arrancarle cada una de sus envolturas, a penetrar hasta sus zonas más profundas y desconocidas con el fin de descubrir lo que esas envolturas ocultaban: el Atman, la vida, lo divino, lo último. Pero en vez de encontrar todo aquello, acabé perdiéndome a mí mismo."

Siddhartha abrió los ojos y miró a su alrededor; una sonrisa iluminó su rostro, y una profunda sensación de despertar de largos sueños recorrió todo su cuerpo. Y al punto se puso nuevamente en marcha, con paso rápido, como un hombre que sabe lo que ha de hacer.

"¡Oh! - pensó al tiempo que respiraba profundamente -, ¡ya no permitiré que se me escape Siddhartha! Ya no volveré a ocupar mis pensamientos y mi vida con la búsqueda del Atman o con indagaciones sobre el sufrimiento del mundo. No pienso volver a matarme y fragmentarme para buscar un misterio detrás de las ruinas. Quiero aprender de mí mismo, ser mi propio discípulo, conocerme y penetrar en ese enigma llamado Siddhartha."

[...]

constató con asombro que en ese momento había dicho cosas que, en realidad, ignoraba por completo. Le dijo a Gotama que el verdadero tesoro y el secreto de Buda no era su doctrina, sino esa vivencia inefable e imposible de enseñar que el Sublime experimentara en el instante mismo de su Iluminación. Y para tener precisamente esa experiencia había partido él, Siddhartha, ahora. Ya empezaba a tenerla: en adelante tendría que vivir su propia vida.

Más nunca había hallado de verdad a ese Yo, pues siempre intentaba atraparlo con las redes del pensamiento. Si ni el cuerpo ni el juego de los sentidos constituían el Yo -cosa evidente-, tampoco lo eran el pensamiento, ni la inteligencia, ni los conocimientos adquiridos, ni el arte, igualmente aprendido, de sacar conclusiones o forjar ideas a partir de las antiguas. No, estas instancias del espíritu también se hallaban "más acá"; y destruir al Yo casual de los sentidos no llevaba a ningún sitio si seguíamos alimentando al Yo casual de las ideas y conocimientos. Tanto las ideas como los sentidos eran cosas buenas tras las cuales yacía oculto el significado último. Había que escucharlas y jugar con ambas, sin menospreciarlas ni darles demasiada importancia, y a través de ellas sorprender luego las voces secretas del propio mundo interior. No deseaba Siddhartha aspirar sino a lo que estas voces le ordenasen aspirar, ni detenerse sino donde ellas se lo sugirieran.

Obedecer así, no a cualquier voz exterior, sino solo a la Voz, y estar dispuesto siempre: he aquí lo principal, lo realmente necesario; del resto se podría prescindir.

del libro Siddhartha, escrito por Hermann Hesse (1.950)

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